Alguien se fuma un cigarrillo al borde del abismo: Rapsodia Vagabunda
Juan Carlos Guerrero
Descripción:
La historia se sostiene en Tipo Galván, un peculiar poeta que se embarca en numerosas situaciones a causa de sus anhelos por publicar sus escritos. Desde luego que se tiene que topar con la realidad. De ninguna manera el fortín literario le dejará meter la cabeza en su “confortable recinto”. Al final, como es lógico, decide rebelarse. Es esa una lectura de las muchas que tiene la novela. Que también es la lucha de Tipo Galván por sobrevivir en Lima. Es la lucha de Tipo consigo mismo. Las calles de Lima están llenas de héroes anónimos y héroes patanes. Tipo Galván y dos de sus amigos deciden allanar la casa de un viejo en plena Gran Marcha, porque Tipo al mismo tiempo de ser poeta es un ladronzuelo de poca monta, un bebedor, un nihilista y un romántico de las cosas podridas. Paralelamente, suceden otras historias: el mundo interior de un crítico literario. Las andanzas exteriores e interiores de un vegetariano idealista, las veleidades de una bellísima holandesa en la Costa Brava, etc.
7
Preámbulos de lluvia, lluvia de cigarrillos y el mundo a sus pies. El holandés Luc había despertado por primera vez en el Perú, la noche anterior, cuando llegó desde Colombia junto a sus cinco amigos holandeses, Lima los había recibido con un sinfín de robos a su alrededor, incluso dos de sus amigos perdieron parte de sus equipajes que les fueron arrebatados por incautos, y por distraídos, y por ser tan neerlandeses. En Lima, a los gringos no se les perdona nada, ser rubio es sinónimo de tener dinero. La tierra del cebiche y del pisco hacía sentir su “hospitalidad” y no precisamente por sus comidas y bebidas. Los longos extranjeros fueron estafados, cuando intentaron comprar marihuana lo que recibieron en lugar de marihuana fue una hierba miserable. De inmediato volvieron al sitio donde la habían comprado (una calle tan vieja como el olvido), y del rastro del mal vestido hombrecito que les había vendido, nada. La ciudad de los virreyes estampaba su rúbrica.
Al levantarse, lo primero que hizo Luc fue intentar comunicarse por teléfono con M. Cramer, no lo consiguió. Desde un balneario de la Costa Brava habían respondido, diciéndole que ella no estaba en su habitación. La joven se había esfumado muy temprano, sin decir a dónde iba. El holandés se puso a pensar en nada, encendió un porrito de marihuana y se tiró de nuevo en la cama, desde allí, aspiró las delgadísimas formas de M. Cramer. Sin una razón aparente, a ratos confundía el cuerpo de la neerlandesa con las voluptuosas formas de la tostada muchacha de Cartagena, de quien no recordaba su nombre a pesar de haber tenido sexo con ella. Sin embargo, tampoco era un suceso para morirse, en Holanda mismo se había acostado con muchachas de quienes ni se acordaba de sus nombres. De la joven de Cartagena solamente supo que fue la primera persona que cuando él se le acercó, le empezó a hablar de The Gathering, la banda holandesa, de la que Luc era un fanático confeso. La casualidad de The Gathering surtió efecto, y las piernas y la humedad de la muchacha tostada por un sol caribeño y sin piratas le parecieron al neerlandés todavía más maravillosas. La luna se hallaba amplia en el instante en que se aferró a las caderas desnudas y limpias de Azucena: que era el nombre de la chica que Luc había olvidado entre sus zapatos borrachos y su camisa de holandés errante. Al atardecer de ese día en el que por primera vez había despertado en el Perú, volvió a llamar a M. Cramer y por tercera vez le dijeron que no podían ubicarla. La segunda llamada había ocurrido al mediodía, y le dijeron casi lo mismo. La muchacha había borrado su silueta aquella mañana, sin dejar recado alguno. Exactamente no supo qué hacer ni qué decir. Por supuesto que le tenía preocupado la deserción de su novia. Era la primera vez, que la bellísima mujer hacía una cosa así, no decir adónde iba. Poco después, el muchacho intentó olvidarse del asunto, ni siquiera trató de comunicarles a sus amigos sobre la extraña desaparición de M. Cramer, cuando decidieron irse a beber cerveza a la Calle de las Pizzas, situada en el distrito de Miraflores. Y peor aún, se olvidó totalmente de ella en el momento que la mirada de Luc se posó en un ombligo adornado con un endiablado tatuaje. La dueña, una preciosa trigueña que calcinó por completo la débil imagen que todavía conservaba de M. Cramer. La Lima de los virreyes había echado a andar su carruaje por aquellos caminos que el joven desconocía. Y en donde se perdería para siempre.
La razón por la que M. Cramer no había respondido a las llamadas de Luc, las tres veces que éste llamó al teléfono del hotel donde ella se alojaba, fue porque ese día acudió a su segunda cita con aquel español, mutilador de orejas y de corazones, apodado: el curro. Atrás habían quedado las intentonas de seducción de un níveo alemán, bueno para nada. El español, tenía ahora el camino libre, la carretera asfaltada, podía maniobrar sin que nadie le cerrara el paso por una preciosa autopista llamada: M. Cramer. El curro no era catalán, había nacido en un pueblito extraviado en la región andaluza. Las facciones de su rostro delataban un innegable antepasado moro, de muy chavalillo llevaba en el alma la estampa de bailaor, tocaba la guitarra flamenca como los dioses andaluces. M. Cramer, pasó todo ese día y parte de la noche en los brazos del curro. La fama de ligador de turistas extranjeras era harto conocida por aquellos predios, de ese asunto la holandesa no estaba al corriente, sin embargo, el muchacho acostumbraba vagabundear por las distintas poblaciones de la Costa Brava; siempre al acecho, como una fiera en busca de su presa. Un día podía encontrársele en Portbuo, al siguiente día merodeando por Girona, o por Blanes o por Cadaqués, en otras ocasiones rondando por S’Agaró o por Sant Feliu de Guíxols. Siempre en busca de aventuras, en todo momento con la sana devoción entre ceja y ceja de acostarse con “las gaviotas rubias” que el verano solía traer para beneplácito suyo y para trastorno de su órgano inseminador.
-¡Heyy, chaval, hoy te coges otro coño holandés!- era lo que usualmente le decían los viejos conocidos.
Cuando no estaba ocupado con las turistas, tocaba la guitarra en las verbenas con un grupo de amigos andaluces afincados en la Costa Brava. Pero en los veranos se desvivía por las extranjeras y se olvidaba de las verbenas, prefería las cacerías furtivas que aguardar que una chica viniera y le dijera: “qué maravilloso es usted tocando la guitarra”.
Con la holandesa, aquel día pasearon en una motocicleta alquilada por un sinnúmero de parajes de la Costa Brava a una velocidad sin razonamiento, como auténticos personajes de Juan Marsé. M. Cramer sujetada de la cintura del pijoaparte, no del curro. La neerlandesa tenía los mismos ojos azules que teresita Serrat, la misma nariz y el mismo color de cabello. En el momento que atravesaron Blanes, el fantasma de Roberto Bolaño estaba allí, en la orilla de la playa, fumándose un cigarrillo, ellos por supuesto que no lo vieron. Para M. Cramer aquel verano no se acabaría nunca. Años después, meciéndose en el sillón de la vejez, aún lo recordaría. Aquella postal sólo se desbarató de su memoria cuando caminó ya cansada pero altiva por el reino de la muerte. “Este verano será inolvidable para ti, te joderé de alma”, juraba el curro, para sí, mientras veía por el espejo retrovisor a la muchacha rubia. La motocicleta parecía volar por la pista, iban a toda maquina como quien atraviesa los sueños de las cigarras, como quien se apropia de los terrenos prohibidos. Ya en la noche, los besos y el abandono total de las ropas, las caricias hambrientas y algo duro que se introduce en las entrañas de M. Cramer. El curro sabía moverse bien, no tenía nada que envidiarles a Nacho Vidal o al Tony Ribas, y claro que en la joda con los amigos, había menospreciado la fama de sementales de ese par de divos pornográficos españoles: diciendo que eran sus alumnos.
M. Cramer no conocía la historia del pijoaparte (aunque, en cierta ocasión, había sorprendido a su amiga Marieke acostada en la arena, leyendo un libro de un autor catalán de apellido: Marsé, cuando le preguntó por el nombre de la novela, Marieke le respondió: “Últimas tardes con Teresa” ,y continuó sumergida en la lectura) y el curro jamás había escuchado hablar de Teresa Serrat, por la sencilla razón de que era poco afecto a los libros, apenas si le echaba una ojeada a los periódicos, aunque prescindía de las páginas culturales sin abochornarse. M. Cramer, de ningún modo había oído hablar de Nacho Vidal y de Tony Ribas, de lo único que sabía era que el curro era un portento de amante, y agradeció haberle sido infiel a su novio Luc. ¡Qué viva la tierra del guapísimo Antonio Banderas! Bendita la Costa Brava y sus vecinos, que tan bien se portaban con ella, muy majos todos. Luego de amarse, M. Cramer y el curro fumaron marihuana, bajo la luz de una luna tan zorra en aquella ocasión.
9
La antología, proyectaba sus primeros rugidos por una inmensa avenida literaria que sólo prodigiosos escritores la recorren. Thiago Caracciolo había ganado un importantísimo premio en España. El éxito parecía ser cosa de todos los días para él. En lengua inglesa, a Miguel Falcón lo habían catalogado de prosista de dimensiones estupendas. La crítica es así de rotunda. En realidad, qué diantre es el éxito, cómo se mide, cómo se manufactura, cómo se cuece: se interrogaba el escritor en su pupitre de un lunes maltrecho. Al éxito hay que tejerlo como una larga chalina que nos abrigará en las temporadas invernales. Es innegable que hay que ser paciente con él, no apurar su llegada, ya que, se corre el riesgo que en una de esas se marche con otro -quien también aguarda su oportunidad - en tus propias narices. Estaba claro que en su diccionario no existía la palabra: fidelidad. El escritor, catedrático y crítico literario, en efecto, aguardaba pacientemente su oportunidad, aunque, en ocasiones rebuznaba cuando alguien de una promoción ulterior a la suya, alcanzaba la cima. Aún así, seguía tocando su “lira”, con la única esperanza de que el hasta ahora esquivo éxito le llegue antes que los perros de la muerte ladren cerca de su residencia.
Thiago Caracciolo, con su sonrisa sin inmensas montañas, sencillo, un hombre que caminaba en zapatillas, que saludaba a medio mundo, que contaba chistes fáciles, y que andaba metido en asuntos políticos: que siempre dan buenos réditos. Defendía a los homosexuales, a los hombres de cualquier calaña, sin al parecer importarle las consecuencias. En sus habituales artículos se congraciaba con toda suerte de individuos relegados por la sociedad. Cuando venía a Lima, se subía a los microbuses como cualquier hijo de vecino. Tenía su carisma, el desgraciado, marketero cómo él, ninguno; se vendía bien, se hacía querer. El escritor y crítico literario, tenía la malsana sospecha de que los editores y los libreros, lo apapachaban sin abochornarse, debido a su éxito comercial, desde luego. Y el Miguel Falcón era otro, tenía una pinta de jugar fulbito con la patota del barrio y platicar como un descocido en las reuniones improvisadas con los amigos. Incluso, su primer libro fue un ajuste de cuentas de su paso por las zonas marginales de la capital. Un saldo a su favor, por cierto, puesto que tratar sobre esos temas, dirigido a un público predominantemente en lengua inglesa y tan consternado por la realidad latinoamericana, a veces ignota para ellos, lo emparentaban con los escritores de contextos sociales. Pero, él con su sacón elegante, su cabellera larga y rizada, sus zapatos impecables, con la música de cámara susurrándole en los oídos, era uno de esos tipos que la gente tildaba de raro, de esnob. Su esnobismo se paseaba por las calles innombrables de una Lima desmemoriada, huachafa, inculta, con hombres tan aborrecibles como un conocido compositor criollo, que se jactaba de haberse acostado con más de cinco mil mujeres. La fama de ese señor era tan inmensa como pobre era su alma. La jodida Lima mazamorrera se burlaba todo el tiempo de su cigarrillo dorado, de sus corbatas relucientes. La ciudad de las hamburguesas, de las papas rellenas de la avenida Uruguay. Lima: la horrible, como alguna vez la calificara un escritor ya muerto. Secuestrada por hombres tan patrioteros e hipócritamente cristianos. Lima, la del Cristo Moreno, la de los predicadores sinvergüenzas.
El teatro, la animalidad humana, veredas antiguas de una misma calle en donde los hombres les cantan a las mujeres, son galantes con ellas antes de llevárselas a la cama. Las jaranas criollas a la luz de un lamparín, de un farol de barrio, los machos les dicen cositas al oído a las damas, las embarazan hasta con las miradas. Es cierto, muy cierto, que tanto hombre y mujer, son dos que se buscan, actores abnegados que creen en su papel, y con el tiempo suficiente para destruir el mundo. Hombre y mujer: ojos perversos de dios, apasionados constructores de los más disímiles dramas humanos. El escritor volvió a sus pensamientos, aunque, lo último no lo había pensado, la última narración se había colado a causa del viento abigarrado de ese lunes maltrecho. Un vaho de mollejitas y anticuchos le perturbó las ideas, desordenó el colosal raciocinio que sobre la antología poseía. Sin pensarlo mucho, esgrimió un postulado acerca de lo barroco y lo político, sobre Martín Adán y Vargas Llosa, dos buenos ejemplos de escritores que fraguaban sus estilos con esas dos alternativas. Ciertamente que, el escritor camina por donde más se acomodan sus pies. Pulir y embellecer las palabras, efectivamente era un asunto un poco ajeno para el gran Marito (aunque últimamente había notado cierto malabarismo mágico en sus escritos) que era un ingeniero de las palabras, mas no un artista. En realidad, ese era un asunto medio enrevesado, condenado a los estudios académicos y a los debates al aire libre. Hasta un reconocido escritor y poeta se atrevió a decir que, el ingeniero es poeta, y que la tecnología no era otra cosa que arte. La poesía salvará a la humanidad, incluso, habrán astronautas-poetas: había dicho, vislumbrando el futuro de las palabras, y creyéndose precursor de los nuevos héroes que les robaban el fuego sagrado a los dioses para alumbrar los pasos de la humanidad por el cosmos. Sobre si la tecnología es arte, en efecto, era una apreciación razonable, además no sería difícil encontrarle el sentido poético a una ecuación, por ejemplo, el lirismo a veces se encuentra en los rincones menos pensados: debajo de una toalla o sobre los cables de teléfonos. Pero lo otro, sobre los astronautas-poetas, aquello, no era otra cosa que encontrarse con un destino sin destino, y que se contradecía con la formación cristiana del reconocido escritor y poeta. Andar ofreciendo recitales en Marte o en Júpiter, es no saber nada acerca de nosotros, es continuar en una búsqueda por el infinito sobre el porqué de nuestro origen, una situación para nada agradable.
El escritor y crítico literario, continuó sopesando los legajos de Martín Adán y Vargas Llosa, sentado, apoyando ambos brazos en su pupitre. De inmediato y poseído por un fervor repentino, el antologador descuadernó los raciocinios en los que estuvo bamboleando. Complotar contra el compromiso ético, político y riguroso del gran Marito, es complotar contra el destino de la literatura, aquello, era una cosa descabellada por dónde se le observe. La disciplina de Vargas Llosa tendría que ser la disciplina humana entonces. No a la literatura lúdica, a la literatura con ornamentos, por mucho que a él le guste. Si crees en la humanidad tienes que creer en el de Conversación en la Catedral. Lo otro, los escritores anárquicos, los que sueltan las palabras a su suerte, a la deriva, como los maderos que se pierden en los crepúsculos, no deberían sobrevivir. El azar, ese buceo bellísimo hacia la nada, hacia un buscar de piernas agrestes para luego esculpirlas con manos de virtuoso. Humano también es que a la humanidad se le caigan sus calzones.
Once escritores conformaban la alineación de la antología, prestos a salir a la explanada. La tribuna literaria rugiría a rabiar cuando eso sucediera. La crítica, muy probablemente, se les rendiría a sus pies. Y por supuesto, no faltarían los mala leche, alguno que otro escribidor que metiera puntapiés arteros a la selección más representativa de la época. El escritor se abanicó la cara, las mejillas le ardían un poco. Tal vez James Joyce haría oídos sordos a todo lo que él se hallaba pensado, y se emborracharía en el Dublín de su Ulises. Joyce, el genio, el mago, el que se burló de los críticos escribiendo como se le vino en gana, tiró un ladrillo perfecto en el cráneo de la intelectualidad de su tiempo. Joyce, experimentador, laberíntico y burlesco. Las calles de Dublín ya no fueron las mismas desde que apareció su luminosa figura. La maldición de los dioses griegos cayó en Irlanda mientras los desprevenidos dublineses bebían lentamente en los pubs.
Circos del amanecer, trapecios de una larguísima tarde, peñascos de un claro río de aguas compendiadas, memorias abreviadas sobre un mantel, la calidez verde de los pastos.
La antología había cerrado sus puertas a posibles intrusos, a cualquier escritor cavernícola. La Edad de Piedra ya había sido superada. La Literatura Peruana estaba siendo reconocida como una de las más sobresalientes de Latinoamérica, ya no eran Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, solamente. Sorbió una tacita de té vespertino. Y fantaseó con todo aquello. En su nostalgia, recorrió algunas calles bonaerenses en compañía de un Borges ciego y ajeno a todo lo que le ocurría por decisión propia en ese instante. Luego se distrajo con Nabokov y con Bufalino, se sumergió en un mar abierto en donde navegaban escritores memorables, flujos genuinos de la escritura estupenda. Se colaron sin siquiera pedir permiso. Miguel de Cervantes, Thomas Mann, Albert Camus, Henrik Ibsen, Charles Baudelaire, Kawabata, Yukio Mishima, Guy de Maupassant, Franz Kafka, Gustave Flaubert, Samuel Beckett, etc., etc. Todos se hallaban en una región en donde la muerte no existía, bañados por un fuego eterno, condenados a vivir en la vorágine de unas páginas ya no escritas por ellos. El sueño y las palabras, lo estaban confundiendo. Por unos segundos volvió a lo de la antología, abrió el libro ese, en el que no podía haber ningún suplente, nadie calentaba en la banca. Stendhal, Lezama Lima, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Alejo Carpentier, Herman Melville, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Augusto Monterroso etc., se hallaban condenados a no morirse: según decía La Esfinge que en ciertas ocasiones hablaba.
Treinta años más tarde, de aquella antología sólo sobrevivirían del olvido, dos escritores, el resto, incluidos: Thiago Caracciolo y Miguel Falcón, no pudieron ganarle la batalla al Tiempo que todo lo arrasa. Olvidados, totalmente desnudados, expuestos al sol de esos treinta años que sin remedio vendrían como jinetes aniquiladores de mundos de cartón.
La antología, proyectaba sus primeros rugidos por una inmensa avenida literaria que sólo prodigiosos escritores la recorren. Thiago Caracciolo había ganado un importantísimo premio en España. El éxito parecía ser cosa de todos los días para él. En lengua inglesa, a Miguel Falcón lo habían catalogado de prosista de dimensiones estupendas. La crítica es así de rotunda. En realidad, qué diantre es el éxito, cómo se mide, cómo se manufactura, cómo se cuece: se interrogaba el escritor en su pupitre de un lunes maltrecho. Al éxito hay que tejerlo como una larga chalina que nos abrigará en las temporadas invernales. Es innegable que hay que ser paciente con él, no apurar su llegada, ya que, se corre el riesgo que en una de esas se marche con otro -quien también aguarda su oportunidad - en tus propias narices. Estaba claro que en su diccionario no existía la palabra: fidelidad. El escritor, catedrático y crítico literario, en efecto, aguardaba pacientemente su oportunidad, aunque, en ocasiones rebuznaba cuando alguien de una promoción ulterior a la suya, alcanzaba la cima. Aún así, seguía tocando su “lira”, con la única esperanza de que el hasta ahora esquivo éxito le llegue antes que los perros de la muerte ladren cerca de su residencia.
Thiago Caracciolo, con su sonrisa sin inmensas montañas, sencillo, un hombre que caminaba en zapatillas, que saludaba a medio mundo, que contaba chistes fáciles, y que andaba metido en asuntos políticos: que siempre dan buenos réditos. Defendía a los homosexuales, a los hombres de cualquier calaña, sin al parecer importarle las consecuencias. En sus habituales artículos se congraciaba con toda suerte de individuos relegados por la sociedad. Cuando venía a Lima, se subía a los microbuses como cualquier hijo de vecino. Tenía su carisma, el desgraciado, marketero cómo él, ninguno; se vendía bien, se hacía querer. El escritor y crítico literario, tenía la malsana sospecha de que los editores y los libreros, lo apapachaban sin abochornarse, debido a su éxito comercial, desde luego. Y el Miguel Falcón era otro, tenía una pinta de jugar fulbito con la patota del barrio y platicar como un descocido en las reuniones improvisadas con los amigos. Incluso, su primer libro fue un ajuste de cuentas de su paso por las zonas marginales de la capital. Un saldo a su favor, por cierto, puesto que tratar sobre esos temas, dirigido a un público predominantemente en lengua inglesa y tan consternado por la realidad latinoamericana, a veces ignota para ellos, lo emparentaban con los escritores de contextos sociales. Pero, él con su sacón elegante, su cabellera larga y rizada, sus zapatos impecables, con la música de cámara susurrándole en los oídos, era uno de esos tipos que la gente tildaba de raro, de esnob. Su esnobismo se paseaba por las calles innombrables de una Lima desmemoriada, huachafa, inculta, con hombres tan aborrecibles como un conocido compositor criollo, que se jactaba de haberse acostado con más de cinco mil mujeres. La fama de ese señor era tan inmensa como pobre era su alma. La jodida Lima mazamorrera se burlaba todo el tiempo de su cigarrillo dorado, de sus corbatas relucientes. La ciudad de las hamburguesas, de las papas rellenas de la avenida Uruguay. Lima: la horrible, como alguna vez la calificara un escritor ya muerto. Secuestrada por hombres tan patrioteros e hipócritamente cristianos. Lima, la del Cristo Moreno, la de los predicadores sinvergüenzas.
El teatro, la animalidad humana, veredas antiguas de una misma calle en donde los hombres les cantan a las mujeres, son galantes con ellas antes de llevárselas a la cama. Las jaranas criollas a la luz de un lamparín, de un farol de barrio, los machos les dicen cositas al oído a las damas, las embarazan hasta con las miradas. Es cierto, muy cierto, que tanto hombre y mujer, son dos que se buscan, actores abnegados que creen en su papel, y con el tiempo suficiente para destruir el mundo. Hombre y mujer: ojos perversos de dios, apasionados constructores de los más disímiles dramas humanos. El escritor volvió a sus pensamientos, aunque, lo último no lo había pensado, la última narración se había colado a causa del viento abigarrado de ese lunes maltrecho. Un vaho de mollejitas y anticuchos le perturbó las ideas, desordenó el colosal raciocinio que sobre la antología poseía. Sin pensarlo mucho, esgrimió un postulado acerca de lo barroco y lo político, sobre Martín Adán y Vargas Llosa, dos buenos ejemplos de escritores que fraguaban sus estilos con esas dos alternativas. Ciertamente que, el escritor camina por donde más se acomodan sus pies. Pulir y embellecer las palabras, efectivamente era un asunto un poco ajeno para el gran Marito (aunque últimamente había notado cierto malabarismo mágico en sus escritos) que era un ingeniero de las palabras, mas no un artista. En realidad, ese era un asunto medio enrevesado, condenado a los estudios académicos y a los debates al aire libre. Hasta un reconocido escritor y poeta se atrevió a decir que, el ingeniero es poeta, y que la tecnología no era otra cosa que arte. La poesía salvará a la humanidad, incluso, habrán astronautas-poetas: había dicho, vislumbrando el futuro de las palabras, y creyéndose precursor de los nuevos héroes que les robaban el fuego sagrado a los dioses para alumbrar los pasos de la humanidad por el cosmos. Sobre si la tecnología es arte, en efecto, era una apreciación razonable, además no sería difícil encontrarle el sentido poético a una ecuación, por ejemplo, el lirismo a veces se encuentra en los rincones menos pensados: debajo de una toalla o sobre los cables de teléfonos. Pero lo otro, sobre los astronautas-poetas, aquello, no era otra cosa que encontrarse con un destino sin destino, y que se contradecía con la formación cristiana del reconocido escritor y poeta. Andar ofreciendo recitales en Marte o en Júpiter, es no saber nada acerca de nosotros, es continuar en una búsqueda por el infinito sobre el porqué de nuestro origen, una situación para nada agradable.
El escritor y crítico literario, continuó sopesando los legajos de Martín Adán y Vargas Llosa, sentado, apoyando ambos brazos en su pupitre. De inmediato y poseído por un fervor repentino, el antologador descuadernó los raciocinios en los que estuvo bamboleando. Complotar contra el compromiso ético, político y riguroso del gran Marito, es complotar contra el destino de la literatura, aquello, era una cosa descabellada por dónde se le observe. La disciplina de Vargas Llosa tendría que ser la disciplina humana entonces. No a la literatura lúdica, a la literatura con ornamentos, por mucho que a él le guste. Si crees en la humanidad tienes que creer en el de Conversación en la Catedral. Lo otro, los escritores anárquicos, los que sueltan las palabras a su suerte, a la deriva, como los maderos que se pierden en los crepúsculos, no deberían sobrevivir. El azar, ese buceo bellísimo hacia la nada, hacia un buscar de piernas agrestes para luego esculpirlas con manos de virtuoso. Humano también es que a la humanidad se le caigan sus calzones.
Once escritores conformaban la alineación de la antología, prestos a salir a la explanada. La tribuna literaria rugiría a rabiar cuando eso sucediera. La crítica, muy probablemente, se les rendiría a sus pies. Y por supuesto, no faltarían los mala leche, alguno que otro escribidor que metiera puntapiés arteros a la selección más representativa de la época. El escritor se abanicó la cara, las mejillas le ardían un poco. Tal vez James Joyce haría oídos sordos a todo lo que él se hallaba pensado, y se emborracharía en el Dublín de su Ulises. Joyce, el genio, el mago, el que se burló de los críticos escribiendo como se le vino en gana, tiró un ladrillo perfecto en el cráneo de la intelectualidad de su tiempo. Joyce, experimentador, laberíntico y burlesco. Las calles de Dublín ya no fueron las mismas desde que apareció su luminosa figura. La maldición de los dioses griegos cayó en Irlanda mientras los desprevenidos dublineses bebían lentamente en los pubs.
Circos del amanecer, trapecios de una larguísima tarde, peñascos de un claro río de aguas compendiadas, memorias abreviadas sobre un mantel, la calidez verde de los pastos.
La antología había cerrado sus puertas a posibles intrusos, a cualquier escritor cavernícola. La Edad de Piedra ya había sido superada. La Literatura Peruana estaba siendo reconocida como una de las más sobresalientes de Latinoamérica, ya no eran Alfredo Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, solamente. Sorbió una tacita de té vespertino. Y fantaseó con todo aquello. En su nostalgia, recorrió algunas calles bonaerenses en compañía de un Borges ciego y ajeno a todo lo que le ocurría por decisión propia en ese instante. Luego se distrajo con Nabokov y con Bufalino, se sumergió en un mar abierto en donde navegaban escritores memorables, flujos genuinos de la escritura estupenda. Se colaron sin siquiera pedir permiso. Miguel de Cervantes, Thomas Mann, Albert Camus, Henrik Ibsen, Charles Baudelaire, Kawabata, Yukio Mishima, Guy de Maupassant, Franz Kafka, Gustave Flaubert, Samuel Beckett, etc., etc. Todos se hallaban en una región en donde la muerte no existía, bañados por un fuego eterno, condenados a vivir en la vorágine de unas páginas ya no escritas por ellos. El sueño y las palabras, lo estaban confundiendo. Por unos segundos volvió a lo de la antología, abrió el libro ese, en el que no podía haber ningún suplente, nadie calentaba en la banca. Stendhal, Lezama Lima, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Alejo Carpentier, Herman Melville, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Augusto Monterroso etc., se hallaban condenados a no morirse: según decía La Esfinge que en ciertas ocasiones hablaba.
Treinta años más tarde, de aquella antología sólo sobrevivirían del olvido, dos escritores, el resto, incluidos: Thiago Caracciolo y Miguel Falcón, no pudieron ganarle la batalla al Tiempo que todo lo arrasa. Olvidados, totalmente desnudados, expuestos al sol de esos treinta años que sin remedio vendrían como jinetes aniquiladores de mundos de cartón.
30
Horas más tarde, en el café “Joyce”, junto a Adriana, después de la dura jornada que le había tocado vivir; frente a una botella de vino tinto y fumándose un cigarrillo apoyada en una esplendorosa mesita, Akeni concluyó de que su vida estaba tocando notas muy altas; aunque también sospechó que de igual modo había caído en un agujero inconmensurable, de donde le sería difícil salir.
Akeni se despertó algo tarde, en realidad no tenía demasiadas ganas de huir de la cama. Algo dentro de ella le decía que no dejara las sabanas, que lo más prudente sería permanecer acostada un rato más en ese sueño que por la noche no la dejó dormir, la había atrapado sin enmienda alguna, sin que pudiera escapar de él siquiera por breves minutos. Lo que estaba claro era que, ya no quería creer en el amor, en lo inútil que parecía ser, en su complejidad absorbente. “Un perro rabioso” llamado amor la había mordido por una avenida risueña en donde reposa el artificio, sin que ella pudiera evitarlo. En incontables ocasiones había hasta maldecido el día en que se topó con aquel señor tan gandul, tan dueño de su caminar desprolijo, quien llevaba la barba enrevesada de las ilusiones sin afeitar. Cualquier chica al mirarlo, diría que debería ser tan bueno en la cama como indudablemente lo era contemplarlo. Lo había visto sí, parado en una esquina en donde las tardes mueren de muerte repentina; fumándose un cigarrillo, con ese comportamiento tan despreocupado por la vida e incluso por la muerte. Akeni quería desterrar para siempre a ese hombre, que tanto daño le estaba haciendo: genuino heredero de la estirpe de los protervos, que no necesitaba de automóviles veloces para acelerar a fondo, como todo un soñador al borde del abismo. La japonesita sospechó de que el destino de Tipo Galván no estaba atado de ninguna manera al suyo, ya que ni siquiera él le había mirado con interés, no habían cruzado miradas intensas, en la única oportunidad en la que estuvo tratando con el muchacho, como para que tenga la confianza de alguna posibilidad, que por supuesto se hallaba sin pie. Si hubiera tenido la audacia de Adriana, probablemente hoy no estaría lamentándose, su amiga, sí que sabía poner en aprietos a los hombres, con armas contundentes, y ella era una muchacha más bien monse y un poco estúpida para los flirteos abiertos. Jamás pensó en ser una chica Bond, ni por asomo, James Bond se hubiera espantado de su frialdad, aquella trascripción era muy posible. Adriana tenía puntos de ventajas sobre ella, y hasta pueda que en este exacto momento estuviera de abrazos y besos con el “condenado” de Tipo Galván. Akeni hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y ya no estar imaginando estupideces. Escuchó los pasos de su madre que atravesaba el corredor caminando con sus avatares domésticos. Fue en ese lapso en que se acordó de La Marcha: hoy era el gran día, en el que miles de peruanos venidos desde distintos lugares del país tomarían las calles con el propósito de poner en aprietos a la dictadura, que por otra parte, planeaba perpetuarse en el sillón de Pizarro. La japonesita recordó la cita con Adriana en el café “Joyce”, desde allí partirían a la revoltosa aventura, que por hallarse presumiendo boberías, la había olvidado. Haciendo otro esfuerzo buscó su reloj por la mesita de noche, con la intención de saber qué hora era. Cuando lo hizo, abandonó la cama, tomó una toalla diseñada con motivos orientales y se marchó directo a la ducha. Un profundo bostezo hizo tambalear a su pereza. Mientras se duchaba se le iluminó la testa con una posibilidad, que empezó a caerse de madura. Desde el árbol de su pensamiento, tejió figuraciones sobre Tipo Galván, según ella: un hombre atiborrado de planteamientos imposibles, muchos de ellos perdidos de antemano. En un horario libre de su cerebro, lo dibujó como todo un luchador de las causas justas, lo esbozó con una vincha en la cabeza batiéndose contra el régimen, jugándose la vida en las calles, como tendría que ser. Definitivamente era para soñarlo siempre. El agua que caía sobre ella, acariciaba su cuerpo, imaginó otras caricias un poco más atrevidas, que alguien hurgara su anatomía con manos de maestro, mientras ella se entregaba por completo al impetuoso dueño de esas manos. Lo fría que estaba el agua bajó poco a poco sus ardores de niña mala, procuró concentrarse en el baño, que en hallarse preocupando por aquel muchachito de marras. Sin embargo, le resultaba casi imposible abolir de su pensamiento a ese señor tan bien parido. Sí lo vieran sus amigas de la universidad, que hoy con toda seguridad, estarían protestando en las calles, tal vez muchas de ellas lo amarían en ese mismo instante, igual que ella lo hizo aquel día, su desdichado día de japonesita núbil. Se estaba tropezando de nuevo con él, tal como ya no quería que sucediera, pero ni modo, dejó correr su pensamiento como corría el agua de la ducha sobre su cuerpo. Mas, sin darse cuenta había caído en el armadijo de que las chicas de hoy eran las chicas de hoy, y sus enamorados unos advenedizos en el asunto de ser malditos, y si jugaban a eso, podrían hasta quemarse ellos mismos; pero, aún así, las chicas amaban a esos pseudos ejemplares de hombres; malas copias de héroes infumables, moldeados por la moda y pendientes de ella; la mayoría de sus amigas tenían como enamorados a niñitos pintarrajeados y sin valor alguno. Mientras se enjabonaba, Akeni trató por enésima vez de no pensar en situaciones que en nada aclaraban su porvenir de muñeca de porcelana, olvidarse de Tipo y su épico proceder de chico malo, quién sabe si le aliviaría el alma, no sabía cómo, pero lo tendría que hacer.
No obstante, Tipo Galván, tardó en borrarse de sus recuerdos, hasta después de mucho tiempo; hallándose ya casada con un tal señor Shimazu pudo por fin librarse de ese fantasma barbado. Aquel día, el de la Marcha, lo recordó a perpetuidad. Creyó reconocerlo en la complexión de un joven que vestía una camisa a cuadros; él se encontraba de espalda, y arengaba a los demás con inusual impulso; ella trató de verle la cara para matar a la sospecha y desatar a la evidencia, pero la marea humana se lo impidió. Cuando más trataba de acercarse al individuo aquel, éste más parecía alejarse. Todos sus intentos por llegar hacia esa aparición fueron en vano, y pronto desapareció por entre la multitud. Lo que la consolaba era que a lo lejos podía todavía escuchar su potentísima voz, aunque luego ya era un eco sordo, y más tarde ni siquiera eso. Todo aquello no hizo otra cosa que defraudarla. La espalda del muchacho en cuestión no era tan amplia como la de Tipo, ni la forma del cabello era la misma, la estatura sí que era muy similar, pero pudo haber sido, nadie pudo quitarle de la cabeza, esa ocurrencia. El amor se asemeja a una silla rústica, que en ocasiones hay que darle el acabado con el barniz de los sueños viejos, se asemeja a una botella arrojada a la mar con el secreto deseo de que llegue a buen puerto incluso en épocas tempestuosas como estas. Se estremeció cuando se enteró del incendio del Banco de la Nación. Tal vez Tipo, estuviera entre los muertos…no, eso no podría haber sucedido, se le veía tan ágil que no se hubiera dejado avasallar tan fácilmente por un incendio, por espantoso que éste hubiera sido. Sospechó haberlo visto en diferentes personas que en realidad se distanciaban físicamente del formato original, al original jamás volvió a verlo, a pesar que luego del derrumbamiento de la dictadura, lo buscó por distintas partes con resultados inútiles. La tierra parecía haberse tragado al hombre por quien hubiera arrojado al tacho las inexactitudes de su existencia con tal de seguirlo de por vida. Nunca supo si lo que había vivido fue producto de un sueño o si realmente le había ocurrido. Se limitó entonces a amar a ese fantasma, a idealizarlo en sus ensoñaciones, a reconstruirlo de las sobras que quedaron de él. Con esos recuerdos iba a todos lados, almorzaba con las migajas de Tipo Galván, con lo poco que conocía de ese personaje insensato, que para ella era suficiente. Estuvo existiendo de esa manera, sin preocuparse en que los años estaban cabalgando sin detenerse a tomar un respiro, sin la exacta conciencia de que los chicos de su generación ya no eran los chicos de su generación, sino unos hombres de semblantes ocupados y aburridos, completamente tragados por el extenso océano del capitalismo. Ver esas caras no hizo otra cosa que devolverla a sus sueños con aquel poeta de la sonrisa retorcida y el andar desprolijo. La esperanza de volver a verlo eran ya mínimas, aún así, continuó abrazada a la ya gastada camisa de leñador de bosques destruidos.
Parecía que su existencia estaba sentenciada a arrastrar esa tortura amorosa, cuando el señor Shimazu apareció y la sacó del circuito de sus divagaciones, proponiéndole matrimonio. Para ese entonces era una japonesa madura, ya cansada de soñar bajo la luz de unas velas que empezaban a apagarse. Le dio el sí al señor Shimazu, todavía perturbada por su destino que al parecer le prohibía materializar sus sueños. Los cuidados del señor Shimazu, la convencieron de que la vida estaba hecha para disfrutarla y que no servía para otra cosa más. Había tardado tanto en darse cuenta de aquello, que espantó como pudo al fantasma barbado y se recostó en el hombro de lo real, del que había estado huyendo en todos estos años. Pero sus cansados pies ya no estaban para esas cosas. Ahora ya no pensaba huir: sino entregarse al ineludible terreno de lo tangible.
Horas más tarde, en el café “Joyce”, junto a Adriana, después de la dura jornada que le había tocado vivir; frente a una botella de vino tinto y fumándose un cigarrillo apoyada en una esplendorosa mesita, Akeni concluyó de que su vida estaba tocando notas muy altas; aunque también sospechó que de igual modo había caído en un agujero inconmensurable, de donde le sería difícil salir.
Akeni se despertó algo tarde, en realidad no tenía demasiadas ganas de huir de la cama. Algo dentro de ella le decía que no dejara las sabanas, que lo más prudente sería permanecer acostada un rato más en ese sueño que por la noche no la dejó dormir, la había atrapado sin enmienda alguna, sin que pudiera escapar de él siquiera por breves minutos. Lo que estaba claro era que, ya no quería creer en el amor, en lo inútil que parecía ser, en su complejidad absorbente. “Un perro rabioso” llamado amor la había mordido por una avenida risueña en donde reposa el artificio, sin que ella pudiera evitarlo. En incontables ocasiones había hasta maldecido el día en que se topó con aquel señor tan gandul, tan dueño de su caminar desprolijo, quien llevaba la barba enrevesada de las ilusiones sin afeitar. Cualquier chica al mirarlo, diría que debería ser tan bueno en la cama como indudablemente lo era contemplarlo. Lo había visto sí, parado en una esquina en donde las tardes mueren de muerte repentina; fumándose un cigarrillo, con ese comportamiento tan despreocupado por la vida e incluso por la muerte. Akeni quería desterrar para siempre a ese hombre, que tanto daño le estaba haciendo: genuino heredero de la estirpe de los protervos, que no necesitaba de automóviles veloces para acelerar a fondo, como todo un soñador al borde del abismo. La japonesita sospechó de que el destino de Tipo Galván no estaba atado de ninguna manera al suyo, ya que ni siquiera él le había mirado con interés, no habían cruzado miradas intensas, en la única oportunidad en la que estuvo tratando con el muchacho, como para que tenga la confianza de alguna posibilidad, que por supuesto se hallaba sin pie. Si hubiera tenido la audacia de Adriana, probablemente hoy no estaría lamentándose, su amiga, sí que sabía poner en aprietos a los hombres, con armas contundentes, y ella era una muchacha más bien monse y un poco estúpida para los flirteos abiertos. Jamás pensó en ser una chica Bond, ni por asomo, James Bond se hubiera espantado de su frialdad, aquella trascripción era muy posible. Adriana tenía puntos de ventajas sobre ella, y hasta pueda que en este exacto momento estuviera de abrazos y besos con el “condenado” de Tipo Galván. Akeni hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y ya no estar imaginando estupideces. Escuchó los pasos de su madre que atravesaba el corredor caminando con sus avatares domésticos. Fue en ese lapso en que se acordó de La Marcha: hoy era el gran día, en el que miles de peruanos venidos desde distintos lugares del país tomarían las calles con el propósito de poner en aprietos a la dictadura, que por otra parte, planeaba perpetuarse en el sillón de Pizarro. La japonesita recordó la cita con Adriana en el café “Joyce”, desde allí partirían a la revoltosa aventura, que por hallarse presumiendo boberías, la había olvidado. Haciendo otro esfuerzo buscó su reloj por la mesita de noche, con la intención de saber qué hora era. Cuando lo hizo, abandonó la cama, tomó una toalla diseñada con motivos orientales y se marchó directo a la ducha. Un profundo bostezo hizo tambalear a su pereza. Mientras se duchaba se le iluminó la testa con una posibilidad, que empezó a caerse de madura. Desde el árbol de su pensamiento, tejió figuraciones sobre Tipo Galván, según ella: un hombre atiborrado de planteamientos imposibles, muchos de ellos perdidos de antemano. En un horario libre de su cerebro, lo dibujó como todo un luchador de las causas justas, lo esbozó con una vincha en la cabeza batiéndose contra el régimen, jugándose la vida en las calles, como tendría que ser. Definitivamente era para soñarlo siempre. El agua que caía sobre ella, acariciaba su cuerpo, imaginó otras caricias un poco más atrevidas, que alguien hurgara su anatomía con manos de maestro, mientras ella se entregaba por completo al impetuoso dueño de esas manos. Lo fría que estaba el agua bajó poco a poco sus ardores de niña mala, procuró concentrarse en el baño, que en hallarse preocupando por aquel muchachito de marras. Sin embargo, le resultaba casi imposible abolir de su pensamiento a ese señor tan bien parido. Sí lo vieran sus amigas de la universidad, que hoy con toda seguridad, estarían protestando en las calles, tal vez muchas de ellas lo amarían en ese mismo instante, igual que ella lo hizo aquel día, su desdichado día de japonesita núbil. Se estaba tropezando de nuevo con él, tal como ya no quería que sucediera, pero ni modo, dejó correr su pensamiento como corría el agua de la ducha sobre su cuerpo. Mas, sin darse cuenta había caído en el armadijo de que las chicas de hoy eran las chicas de hoy, y sus enamorados unos advenedizos en el asunto de ser malditos, y si jugaban a eso, podrían hasta quemarse ellos mismos; pero, aún así, las chicas amaban a esos pseudos ejemplares de hombres; malas copias de héroes infumables, moldeados por la moda y pendientes de ella; la mayoría de sus amigas tenían como enamorados a niñitos pintarrajeados y sin valor alguno. Mientras se enjabonaba, Akeni trató por enésima vez de no pensar en situaciones que en nada aclaraban su porvenir de muñeca de porcelana, olvidarse de Tipo y su épico proceder de chico malo, quién sabe si le aliviaría el alma, no sabía cómo, pero lo tendría que hacer.
No obstante, Tipo Galván, tardó en borrarse de sus recuerdos, hasta después de mucho tiempo; hallándose ya casada con un tal señor Shimazu pudo por fin librarse de ese fantasma barbado. Aquel día, el de la Marcha, lo recordó a perpetuidad. Creyó reconocerlo en la complexión de un joven que vestía una camisa a cuadros; él se encontraba de espalda, y arengaba a los demás con inusual impulso; ella trató de verle la cara para matar a la sospecha y desatar a la evidencia, pero la marea humana se lo impidió. Cuando más trataba de acercarse al individuo aquel, éste más parecía alejarse. Todos sus intentos por llegar hacia esa aparición fueron en vano, y pronto desapareció por entre la multitud. Lo que la consolaba era que a lo lejos podía todavía escuchar su potentísima voz, aunque luego ya era un eco sordo, y más tarde ni siquiera eso. Todo aquello no hizo otra cosa que defraudarla. La espalda del muchacho en cuestión no era tan amplia como la de Tipo, ni la forma del cabello era la misma, la estatura sí que era muy similar, pero pudo haber sido, nadie pudo quitarle de la cabeza, esa ocurrencia. El amor se asemeja a una silla rústica, que en ocasiones hay que darle el acabado con el barniz de los sueños viejos, se asemeja a una botella arrojada a la mar con el secreto deseo de que llegue a buen puerto incluso en épocas tempestuosas como estas. Se estremeció cuando se enteró del incendio del Banco de la Nación. Tal vez Tipo, estuviera entre los muertos…no, eso no podría haber sucedido, se le veía tan ágil que no se hubiera dejado avasallar tan fácilmente por un incendio, por espantoso que éste hubiera sido. Sospechó haberlo visto en diferentes personas que en realidad se distanciaban físicamente del formato original, al original jamás volvió a verlo, a pesar que luego del derrumbamiento de la dictadura, lo buscó por distintas partes con resultados inútiles. La tierra parecía haberse tragado al hombre por quien hubiera arrojado al tacho las inexactitudes de su existencia con tal de seguirlo de por vida. Nunca supo si lo que había vivido fue producto de un sueño o si realmente le había ocurrido. Se limitó entonces a amar a ese fantasma, a idealizarlo en sus ensoñaciones, a reconstruirlo de las sobras que quedaron de él. Con esos recuerdos iba a todos lados, almorzaba con las migajas de Tipo Galván, con lo poco que conocía de ese personaje insensato, que para ella era suficiente. Estuvo existiendo de esa manera, sin preocuparse en que los años estaban cabalgando sin detenerse a tomar un respiro, sin la exacta conciencia de que los chicos de su generación ya no eran los chicos de su generación, sino unos hombres de semblantes ocupados y aburridos, completamente tragados por el extenso océano del capitalismo. Ver esas caras no hizo otra cosa que devolverla a sus sueños con aquel poeta de la sonrisa retorcida y el andar desprolijo. La esperanza de volver a verlo eran ya mínimas, aún así, continuó abrazada a la ya gastada camisa de leñador de bosques destruidos.
Parecía que su existencia estaba sentenciada a arrastrar esa tortura amorosa, cuando el señor Shimazu apareció y la sacó del circuito de sus divagaciones, proponiéndole matrimonio. Para ese entonces era una japonesa madura, ya cansada de soñar bajo la luz de unas velas que empezaban a apagarse. Le dio el sí al señor Shimazu, todavía perturbada por su destino que al parecer le prohibía materializar sus sueños. Los cuidados del señor Shimazu, la convencieron de que la vida estaba hecha para disfrutarla y que no servía para otra cosa más. Había tardado tanto en darse cuenta de aquello, que espantó como pudo al fantasma barbado y se recostó en el hombro de lo real, del que había estado huyendo en todos estos años. Pero sus cansados pies ya no estaban para esas cosas. Ahora ya no pensaba huir: sino entregarse al ineludible terreno de lo tangible.
41
Adriana que por esa época comenzaba a sostener citas esporádicas con Evaristo de la Puente, y con quien ya se había dado más de un beso. Por ese entonces no sospechaba que años más adelante sería la madre del único hijo de Evaristo, tampoco sospechaba que se casaría con él. Por aquellos días, todavía sostenía delante de su mejor amiga, Akeni, que el señor de la Puente, le caía mal por comportarse en todo momento de un modo arrogante. Ciertamente que tenía esa aversión, aunque de la misma manera su presencia le ocasionaba una debilidad más cercana a la mujer ansiosa por intimar con aquel galán de armas tomar: héroe indiscutible de la naciente democracia que se vivía en el país, y al que muchas mujeres admiraban. Su participación en la derrota de la dictadura fue decisiva había peleado valientemente en las calles e incluso recibido algunos varazos por parte de la policía nacional. Hoy, restablecida la democracia y con un flamante presidente en el sillón de Pizarro, para Evaristo de la Puente soplaban vientos nuevos. El gobierno le había prometido una jefatura en el área de cultura y un par de cargos de igual relevancia. Evaristo de la Puente le insistió a Adriana para que trabajara al lado suyo; le confesó que el mismo presidente de la república con su inalterable voz engolada le había otorgado el cargo de jefe del área cultural. Adriana lo estuvo pensando, no le fue tan fácil decidirse cuando ella creía que iba serlo; pues no quería apartarse de la revista en la que laboraba y cuyo director era el mismo Evaristo de la Puente. “Pues nada, chiquita, podemos dobletear; el asunto es tan sencillo”: le confesó el demócrata, en cierta ocasión. La muchacha en realidad no quería enredarse en asuntos políticos, había sido suficiente con participar en las marchas de protestas contra la dictadura y sobre todo en la gran Marcha. Pero el churro de Evaristo le seguía insistiendo para que se viniera con él. Le insistió tanto, que poco después, no le quedó otra alternativa que incursionar como empleada del Estado. Sin embargo, todavía en las reuniones con Akeni sostenía que Evaristo de la Puente era un pedante de lo más antipático y sumamente odioso, aunque admitía que poseía un porte varonil que podría volverla loca uno de estos días. Akeni, que últimamente notaba que las conversaciones de Adriana se centraban únicamente en el héroe nacional, sospechó que ya lo estaba.
Nadie se atrevería a cuestionar que eran los tiempos del literato disfrazado de demócrata, y de una cohorte de intelectuales que habían batallado contra la derrocada dictadura a brazo partido. En la universidad donde estudiaba Akeni, Evaristo de la Puente era admirado por los alumnos, era innegable de que era un modelo a seguir. En incontables ocasiones se le invitó para que ofrezca ponencias sobre asuntos políticos y literarios, y él encantado las ofrecía. Se le otorgó un título honoris causa por su notable aporte en el campus literario y una resplandeciente insignia por su valiosa y pulcra conducta civil.
Adriana, cada vez se interesaba menos en Tipo Galván; cierto era que empeñó su palabra que contra viento y marea publicaría sus poemas en la revista en la que recientemente había ascendido de cargo, ahora era jefe de edición (al principio era una colaboradora eventual, y fue en esa circunstancia en que conoció a Tipo Galván). Nadie podría contradecirle de que no intentó ayudarlo, pero el mala leche de Evaristo y el editor general se habían opuesto a que lo publicaran; aquello había ocurrido desde el inicio de la trama, y por estos días se volvieron todavía más duros. Adriana, con el propósito de no defraudarlo, alcanzó a Tipo Galván las direcciones de tres revistas amigas, con quienes previamente sostuvo charlas sobre el poeta que firmaba sus escritos con seudónimo de gladiador, les habló de la calidad de su poesía. Ellos por supuesto que estaban encantados de que todo aquello fuera cierto: “lo vamos a hacer, no te preocupes, que nos visite cuando guste”; “te doy mi palabra, revisaremos sus textos y si nos gustan, los publicaremos”; fueron unas de las muchas promesas que le dieron y en lugares distintos, los tres representantes de las revistas. Pero, siempre hay un pero, aquí o en la India, los hombres olvidan fácilmente las promesas y hacen oídos sordos cuando el interesado toca a la puerta o fingen estar predispuestos cuando en realidad lo que desean es no saber nada del asunto. Tipo Galván gastó su tiempo y sus zapatos que pudo invertirlo en dormitar en su cama totalmente aislado de las ilusiones literarias. “Vente tal día que allí hablaremos”, era lo que continuamente le decían los encargados en atenderlo, una y otra vez. Con sólo mirarlos aplastados cómodamente en sus sillas y con los semblantes indiferentes a su ansiedad hubiera jurado que aquellos señores con talante de hombres ocupadísimos, jamás se molestarían en atenderlo. Sin embargo, tercamente pretendió sabotear a su sospecha; con la vaga ilusión de que se interesen por él, acudía puntualmente a las oficinas de las revistas; o nunca estaban libres a esa hora o se esfumaban y en su lugar aparecía otro señor que no entendía nada de lo que decía, Tipo: “no sé de lo que me habla, estimado amigo, regrese usted mañana, tal vez tenga suerte y encuentre a la persona que busca”. Eso sucedió en las distintas direcciones, día tras día, semana tras semana, hasta que la paciencia no le dio para más y abandonó la, a todas luces, irrealizable empresa. Las formas se le estaban poniendo oscuras para Tipo, por ningún lado asomaba la luz salvadora. A estas alturas y por lo sucedido ya ni tenía ganas de ver a Adriana, la vergüenza la sentía él, no los señores de las tres revistas, quienes seguían sosteniendo amistosas reuniones con la muchacha, despreocupados y carcajeándose a mandíbula batiente por cualquier ocurrencia. Cuando Adriana trataba de indagar sobre el asunto de la publicación de los poemas de su amigo de inmediato sacaban cuerpo y repetían el mismo cliché, hueco y malsonante, que parecía grabado en sus cerebros: “de eso se está encargando el encargado del encargo”. Astutamente le daban una vuelta de tuerca a la conversación, proponiendo temas chacoteros para, según ellos, animar la mesa. Adriana con lo atareada que estaba por esos días, no tuvo otra elección que confiar en los señores, pues dedicarse personalmente de Tipo, complicaría su horario, que ya bastante complicado estaba, andaba tan congestionada de trabajo desde que había aceptado el puesto de funcionaria pública que apenas si se daba tiempo para beber alguito con Akeni los fines de semana o para reunirse con sus distinguidos amigos del ambiente literario, que por lo estrecho de su horario ya no eran largas como en los buenos tiempos. Su nuevo empleo lo asumió con responsabilidad, todavía no se había contagiado de la inepta burocracia que dominaba el sector público. Tampoco podría quejarse de su suerte, Evaristo de la Puente se comportaba divino con ella, sus atenciones eran la de todo un caballero; además, y ya lo habían dicho sus compañeras de trabajo y las damas que trataban con él, era churrísimo.
La popularidad de Evaristo se había desbordado, era uno de los personajes que más salían en las pantallas de la televisión, concediendo entrevistas o hablando sobre diversos asuntos. Ya tenía un libro en imprenta, un libro inclasificable, absolutamente experimental, entre la crónica y la novela, entre la novela y el ensayo. El tema central obviamente giraba sobre la lucha contra la dictadura. “Un paseo literario e histórico bien argumentado y mejor narrado”: ilustraba una elogiosa reseña de un reconocido crítico de un importante diario de la capital. La reputación del crítico, no podría decirse que, meses después cuando salió al mercado, elevó las ventas del libro de Evaristo, pero que fue un plus relevante, quizás tal suposición sea la más acertada; sin embargo, únicamente para un reducido grupo de lectores. Lo que convirtió al libro en lectura obligada de las masas fue su situación de héroe nacional, de hombre que guerreó contra la dictadura alojada por varios años en el país. Ver a Evaristo de la Puente en las pantallas de la televisión, escuchar su voz en las emisoras radiales o leer artículos suyos en un importantísimo periódico fue un bombardeo al subconsciente. Su libro, desde su aparición había transitado por el caprichoso camino predestinado a los mejores vendidos, y que no pudiendo ser de otro modo ocupó el primer lugar en ventas por varias semanas en las librerías, relegando a un segundo plano a una antología titulada: “selección peruana de escritores”, llamados a deslumbrar en el futuro. A pesar de los esfuerzos y cuidados de la joven editorial en cuanto a la promoción, publicidad, los puntos de ventas y toda la maquinaria que significa introducir un libro al mercado; las ventas no fueron halagadoras, sólo un reducido grupo de lectores que, confiaban en las reseñas o en sus propios olfatos, adquirieron la citada antología.
La suerte de Evaristo de la Puente en el mundillo literario estaba asegurada, podría escribir lo que quisiera y las masas por descontado comprarían su libro como un cuaderno que era menester leer. Años más tarde llegó a ufanarse de su buena estrella, mientras bebía con los amigotes, tan revolucionarios como él, creía y estaba completamente seguro de que su éxito se debía a su talento para narrar, a su genio literario. Nadie podría decirle lo contrario, total, era él quien se ponía los vinos y las comidas, y cuando uno se está con la panza llena, no es de considerados indigestar al convidador. La mayoría de las reseñas de los veinticinco títulos publicados a lo largo de su existencia fueron más que halagadoras. Si bien, más de un crítico admitía -aunque sin exhibirlo a los demás - que su pluma con el correr de los años se estaba desgastando, era como un jinete que había llegado calvo, destartalado y sin caballo a la meta. No obstante, por el temor de ser desalojados de los diarios en los que laboraban si escribían comentarios desfavorables y desafinados a los oídos del todopoderoso hombre de los medios de comunicación, los críticos prefirieron callar. Sus libros ganaron lectores en el extranjero y fueron traducidos en numerosos idiomas, algunos de ellos extraños y minoritarios. En España fue galardonado con dos premios de prestigiosa reputación que no hicieron otra cosa que engrandecerlo aún más y multiplicar las ventas de sus libros y por todo lo ocurrido reeditar los primeros títulos de su estante personal. Fue un colaborador permanente de acreditados diarios de Madrid y Barcelona. En su biografía se hallaba escrito, que un buen día aburrido del sol peruano se fue a radicar a la península ibérica; ya para ese entonces se había casado con Adriana y nacido su único hijo quien llevaba su mismo nombre. En su peregrinación española, radicó dos años entre Madrid y Barcelona y en un pueblito gallego del que se había enamorado. Por las noches solía beber con los amigos españoles, acudía con frecuencia a cuanta tertulia encontrara a su paso; quizá para tratar de olvidarse de las penas tan peruanas que anidaban en su corazón de patriota. Así como se aburrió del Perú de igual modo se aburrió de España y con su familia se fue a vivir a París, solamente por seis meses, ya que de la Francia que conoció en su época de estudiante quedaba poco o nada, y pegó la vuelta. En Lima lo esperaban con los brazos abiertos los amigos de toda la vida. Como resultado de su peregrinar europeo, envió un libro a imprenta, demás está decir que fue otro éxito. Alguien por allí a modo de broma y con honestidad, lo rebautizó, llamándolo: Evaristo de la Suerte.
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